«Inamovible, no había cambiado nunca, llevaba exactamente un milenio en el mismo punto, siempre con la misma vestimenta, en el centro preciso de esa caja de madera sumamente segura y dorada, allí se mantenía impávido, petrificado en el gesto más noble, y en estos mil años tampoco varió jamás la postura de su cabeza ni su hermosa y célebre mirada. Había en su tristeza algo angustiosamente delicado, algo indeciblemente sublime, y apartaba con decisión la mirada ante el mundo. Se había difundido el rumor de que volvía la cabeza hacia un lado para mirar atrás, a su espalda, a un monje llamado Eikam, un hombre que pronunciaba un discurso tan bello que él, Buda, quiso saber quién hablaba. La realidad, empero, era radicalmente distinta. Bastaba verlo una sola vez para percatarse en el acto: volvía esa hermosa mirada para no tener que mirar, para no tener que ver, para no tener que percibir ante sí, en las tres direcciones, delante y a los dos lados, este podrido mundo.»
La mirada del Buda
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